Quizás muchas personas que puedan leer estas palabras hayan oído
hablar a lo largo de sus vidas acerca del famoso largometraje
“Desayuno con diamantes”, aunque no todos sepan lo más
mínimo acerca de su argumento, reparto o importancia. Ese era yo
-también-, poco tiempo antes de una tarde del pasado mes de
septiembre.
Nueva York, año 1961. Aún no ha amanecido sobre el suelo
neoyorkino, la luz de las elegantes farolas aún alumbra los
escaparates de la Quinta Avenida y nuestra protagonista, Holly, baja
del taxi como de costumbre. Sin preámbulos saca su bollo danés y su
café de la bolsa, desayuna antes de que salga el sol mientras
contempla con admiración a través de los cristales de la joyería
Tiffany's. No hay ni un alma sobre las aceras, a Holly no le importa
lo más mínimo. Su satinado vestido negro -cuyo autor es hasta la
fecha una de las leyendas vivas de la moda, Hubert de Givenchy-
y su collar de perlas no necesitan público para destacar por su
lustre propio. Sus guantes largos a juego con el mencionado vestido,
su pulido recogido y la tiara de diamantes que lo adorna nos
demuestra la clase de persona sobre la que comento. Moon river
suena de fondo en todo momento, propiciando el que sin lugar a dudas
es uno de los momentos más emblemáticos del mundo del cine.
En
este momento Holly aparta la mirada del traslúcido escaparate a
través de sus oscuras gafas de sol y vuelve a casa, esta vez
andando. No se precisan de más explicaciones sobre el argumento de
la película. Tras esta escena no importa el argumento, es suficiente
con ver la admiración que siente la protagonista con el sosiego que
respira en dicho lugar, al que recurre en lo que ella llama días
rojos. Como ella misma dice: “se
puede tener un día negro porque uno engorda o ha llovido demasiado,
estás triste y nada más, pero los días rojos son terribles, de
repente se tiene miedo y no se sabe por qué; en esos momentos lo
único que me viene bien es ir a Tiffany's porque nada malo me puede
ocurrir allí”.
© Jesús Guerrero Vázquez, 18/03/2013